Manifiesto Surrealista (4/10)

Primer manifiesto surrealista [1924]
André Breton


Texto de André Breton que acompañó la fundación del movimiento surrelista. Tuvo un fuerte impacto sobre el desarrollo estético contemporáneo. (continuación)

Se me acusará de incurrir en mentiras poéticas; todos dirán que vivo en la calle Fontaine, y que jamás gozarán de tanta belleza. ¡Maldita sea! ¿Es absolutamente seguro que este castillo del que acabo de hacer los honores se reduce simplemente a una imagen? Pero, si a pesar de todo tal castillo existiera... Ahí están más invitados para dar fe; su capricho es el camino luminoso que a él conduce. En verdad, vivimos en nuestra fantasía, cuando estamos en ella. ¿Y cómo es posible que cada cual pueda molestar al otro, allí, protegidos dos por el afán sentimental, al encuentro de las ocasiones?

El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía. La lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos. Y también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe, bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno habría pensado en tomar parte. ¡Adiós absurdas selecciones, sueños de vorágine, rivalidades, largas esperas, fuga de las estaciones, artificial orden de las ideas, pendiente del peligro, tiempo omnipresente! Preocupémonos tan sólo de practicar la poesía. ¿Acaso no somos nosotros, los que ya vivimos de la poesía, quienes debemos hacer prevalecer aquello que consideramos nuestra más vasta argumentación?

Poco importa que se dé cierta desproporción entre la anterior defensa y la ilustración que viene a con?tinuación. Antes, hemos intentado remontarnos a las fuentes de la imaginación poética, y, lo que es más difícil todavía, quedarnos en ellas. Y conste que no pretendo haberlo logrado. Es preciso aceptar una gran responsabilidad, si uno pretende establecerse en aquellas lejanas regiones en las que, desde un principio, todo parece desarrollarse de tan mala manera, y más todavía si uno pretende llevar al prójimo a ellas. De todos modos, el caso es que uno nunca está seguro de hallarse verdaderamente en ellas. Uno siempre está tan propicio a aburrirse como a irse a otro lugar y quedarse en él. Siempre hay una flecha que indica la dirección en que hay que avanzar para llegar a estos países, y alcanzar la verdadera meta no depende más que del buen ánimo del viajero.

Ya sabemos, poco más o menos, el camino seguido. Tiempo atrás me tomé el trabajo de contar, en el curso de un estudio sobre el caso de Robert Desnos, titulado «Entrada de los médiums» (6), que me había sentido inducido a «fijar mi atención en frases más o menos parciales que, en plena soledad, cuando el sueño se acerca, devienen perceptibles al espíritu, sin que sea posible descubrir su previo factor determinante». Entonces, intenté correr la aventura de la poesía, reduciendo los riesgos al mínimo, con lo cual quiero decir que mis aspiraciones eran las mismas que tengo hoy, pero entonces confiaba en la lentitud de la elaboración, a fin de hurtarme a inútiles contactos, a contactos a los que yo era muy hostil. Esto se debía a cierto pudor intelectual, del que todavía me queda un poco. Al término de mi vida, difícil será, sin duda, que hable como se suele hablar, que excuse el tono de mi voz y el reducido número de mis gestos. La perfección en la palabra hablada (y en la palabra escrita mucho más) me parecía estar en función de la capacidad de condensar de manera emocionante la exposición (y exposición había) de un corto número de hechos, poéticos o no, que constituían la materia en que centraba mi atención. Había llegado a la convicción de que éste, y no otro, era el procedimiento empleado por Rimbaud. Con una preocupación por la variedad, digna de mejor causa, compuse los últimos poemas de Monte de Piedad, con lo que quiero decir que de las líneas en blanco de este libro llegué a sacar un partido increíble.

Estas líneas equivalían a mantener los ojos cerrados ante unas operaciones del pensamiento que me con?sideraba obligado a ocultar al lector. Eso no significaba que yo hiciera trampa, sino solamente que obraba impulsado por el deseo de superar obstáculos brus?camente. Conseguía hacerme la ilusión de gozar de una posible complicidad, de la que de día en día me era más difícil prescindir. Me entregué a prestar una inmoderada atención a las palabras, en cuanto se refe?ría al espacio que admitían a su alrededor, a sus tan?genciales contactos con otras palabras prohibidas que no escribía. El poema «Bosque negro», deriva preci?samente de este estado de espíritu. Emplee seis meses en escribirlo, y les aseguro que no descansé ni un día. Pero de este poema dependía la propia esti?mación en que me tenía, en aquel entonces, y creo que todos comprenderéis mi actitud, aun cuando no la consideréis suficientemente motivada. Me gusta hacer estas confesiones estúpidas. En aquellos tiempos, se intentaba implantar la seudopoesía cubista, pero había nacido inerme del cerebro de Picasso, y en cuanto a mí hace referencia debo decir que era con?siderado como un ser más pesado que una lápida (y todavía se me considera así). Por otra parte, no estaba seguro de seguir el buen camino, en lo referente a poesía, pero procuraba protegerme como mejor podía, enfrentándome con el lirismo, contra el que esgrimía todo género de definiciones y fórmulas (no tardarían mucho en producirse los fenómenos Dada), y pretendiendo hallar una aplicación de la poesía a la publicidad (aseguraba que todo terminaría, no con la culminación de un hermoso libro, sino con la de una bella frase de reclamo en pro del infierno o del cielo).

En esta época, un hombre que, por lo menos era tan pesado como yo, es decir, Pierre Reverdy, escribió:

La imagen es una creación pura del espíritu.

La imagen no puede nacer de una comparación, sino del acercamiento de dos realidades más o menos lejanas.

Cuanto más lejanas y justas sean las concomitancias de las dos realidades objeto de aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poética tendrá... (7)

Estas palabras, un tanto sibilinas para los profanos, tenían gran fuerza reveladora, y yo las medité durante mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La estética de Reverdy, estética totalmente a posteriori me inducía a confundir las causas con los efectos. En el curso de mis meditaciones, renuncié definitivamente a mi anterior punto de vista.

El caso es que una noche, antes de caer dormido, percibí, netamente articulada hasta el punto de que resultaba imposible cambiar ni una sola palabra, pero ajena al sonido de la voz, de cualquier voz, una frase harto rara que llegaba hasta mí sin llevar en sí el menor rastro de aquellos acontecimientos de que, según las revelaciones de la conciencia, en aquel entonces me ocupaba, y la frase me pareció muy insistente, era una frase que casi me atrevería a decir estaba pegada al cristal. Grabé rápidamente la frase en mi concien?cia y, cuando me disponía a pasar a, otro asunto, el carácter orgánico de la frase retuvo mi atención. Ver?daderamente, la frase me había dejado atónito; des?graciadamente no la he conservado en la memoria, era algo así como «Hay un hombre a quien la ventana ha partido por la mitad», pero no había manera de interpretarla erróneamente, ya que iba acompañada de una débil representación visual (8) de un hombre que caminaba, partido, por la mitad del cuerpo apro?ximadamente, por una ventana perpendicular al eje de aquél. Sin duda se trataba de la consecuencia del sim?ple acto de enderezar en el espacio la imagen de un hombre asomado a la ventana. Pero debido a que la ventana había acompañado al desplazamiento del hombre, comprendí que me hallaba ante una imagen de un tipo muy raro, y tuve rápidamente la idea de incorporarla al acervo de mi material de construcciones poéticas. No hubiera concedido tal importancia a esta frase si no hubiera dado lugar a una sucesión casi ininterrumpida de frases que me dejaron poco menos sorprendido que la primera, y que me produjeron un sentimiento de gratitud (gratuidad) tan grande que el dominio que, hasta aquel instante, había conseguido sobre mí mismo me pareció ilusorio, y comencé a preocuparme únicamente de poner fin a la interminable lucha que se desarrollaba en mi interior (9).

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